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mo en cruento sacrificio. Aquella víctima propicia- toria ofrecida en holocausto por la salvación del hombre, había de ser sacrificada por el hombre. Cumplidas en todas sus partes las profecías, la Providencia divina había dispuesto el mundo, en su infinita sabiduría, para recibir al Hijo del Hom- bre, al Hijo de Dios, por amor al hombre, hecho como él. El imperio romano, señor de toda la tierra, dis- frutaba de la paz octaviana, y no parecia sino que Dios había sometido el mundo al poder de un hom- bre divinizado por su pueblo para presenciar el suplicio de un Dios humanado muerto por el mis- mo pueblo á quien los Profetas le habían anuncia- do como Salvador y Libertador. A los pocos años el imperio romano, aquel co- loso cuyo nombre invocaron los judios para conde- nar al Justo, temblaba ante la Iglesia fundada por la Víctima sin mancha inmolada en el Gólgota y arrebatado por el infierno y arrastrado por el re- finamiento de la civilización pagana, llegaba hasta el delirio en las abominaciones de la carne y al término de todas las degradaciones del espíritu. La culta Grecia y la omnipotente Roma oyen con asombro la predicación de una doctrina de paz, de fraternidad, de amor, llamada á destruir la obra de sus sacerdotes, de sus sabios, de sus héroes y de sus legisladores, y la civilización an- tigua vacila y se estremece ante la predicación de la buena nueva. El Evangelio opone la unidad de Diosá la mul- tiplicidad de los dioses del Olimpo; la filosofía, basada en la revelación, al filosofismo griego; la igualdad y la fraternidad, hijas del amor entre to- 50
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