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solamente las manos sacrilegas las que Dios hiere; castiga al pensamiento que concibe el crimen y al consejo que le inspira, como á la perfidia y á la co- dicia que lo ejecuta. Ninguna condición por eleva- da que sea, está al abrigo de su cólera. Cuanto más señalada por su hipocresía y habilidad ha sido la in- famia, tanto más terrible es el golpe que la hiere. La importancia y prontitud del castigo se miden por la elevación de la fortuna del culpable, por la sublimidad de una misión desconocida, por la san- tidad del carácter sacerdotal profanado. Aquí vemos desfilar la mayor parte de estos grandes criminales. Cada uno se levanta contra el Cristo, corre á los abismos creyendo ir á los triun- fos, y cae cuando su hora ha llegado. Los unos su- cumben prematuramente humillados y vencidos; los otros son entregados á una larga agonía que tortura su alma y sus sentidos; éstos expiran súbi- tamente sobre el puñal; aquéllos, desamparados y solitarios, tienen por verdugos los recuerdos de su perdido poder; varios mueren devorados por gusa- nos; otros sufren la ley del Talión, y especialmente todos los suplicios que impusieron; quiénes mucren sin descendencia querida, y cuántos hay á quienes un decreto superior persigue en sus hijos, y en los hijos de sus hijos. Desde Herodes el Grande hasta Licinio y la desaparición de la raza de los perse- guidores paganos; desde el impío Arrio hasta el Iconoclasta León VI, el Armenio; desde Astolfo el lombardo, usurpador de los Estados del Papa, has- ta el Conde de Cavour y Farini que lo fueron en nuestros días, todos cuantos han luchado contra la Iglesia ó contra su Jefe, han sido arrojados á la tumba que habían preparado para su víctima.

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