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mil y mil nombres, titulos y advocaciones á cual más expresivos, pues lo que más le agrada es el lenguaje del corazón, y por todos los nombres se entiende con tal que al pronunciarlo brote del al- ma un acento que le diga ¡Madre mia! Y á propor- ción que se multiplicaron sus nombres, títulos y advocaciones, se multiplicaron también las imáge- nes, las figuras, las estátuas y las efigies de María con las cuales las bellas artes, escultores y pinto- res, han hecho corpóreas y sensibles tantas y tan simpáticas denominaciones. ¡Cuánto agrada rela- tarlas! Cuando leemos el culto que todo el universo ha tributado á María en sus imágenes, sentimos un deleite inexplicable en el alma. No sabemos si son- reimos ó lloramos, porque toda su historia no es más que un perfecto idilio de los castísimos amo- res que la cristiandad ha sentido siempre por la purísima Virgen de Nazaret. Y en ese idilio se ve que cada nombre dado á María es un beneficio recibido, cada advocación es un suspiro de las almas, y cada título un beso. Siempre es la misma, es verdad, Santa María, Ma- dre de Dios; pero á pesar de esto, dejad por aña- didura que el franciscano la llame Inmaculada, y Rosario el dominico, y Carmen el carmelita, y Merced el mercedario. Siempre es la misma, pero además de ese gene- ral Santa María Madre de Dios, dejad que cada nación y cada fiel la invoque según el nombre del pueblo, del campo, del monte, de la fuente ó del valle, donde la celestial Señora apareció para luz, consuelo, salud, remedio, providencia y salvación de los hombres. No sin misterio, así como Jesucris- to dijo en general al mundo: «ahí tienes á tu ma- a

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