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A En efecto, una hora despues, el soldado caía al agua y se ahogaba. Carlos VII había mandado preparar el palacio de modo que pudiese causar im- presión á la joven y asegurarse bien de su misión. La gran sala del castillo veíase adornada con ostentación y fausto reales resplandeciente de luces. Cincuenta solda- dos con antorchas encendidas rodeaban la sala. Trescientos caballeros escoltaban á los gentiles hombres y señores de la Corte que se habían vestido con sus más vistosos tra- jes, cubiertos de bordados de oro y de pe- drería. El Rey estaba escondido, perdido entre la muchedumbre como un simple asistente. Juana entró: jamás había visto ni sospe- chado tal vez tanto lujo y tan soberbia asamblea. La condujeron enseguida hacia el conde de Clermont, quien colocado en primera línea magnificamente vestido ocu- paba plaza de Rey. y se disponía á recibir- la. «Este no es el Rey», dijo Juana, parán- dose y guiada por un espíritu iluminado por el cielo, atravesó por medio de los se- ñores y caballeros y se puso en frente del Delfín que trataba de ocultarse; le hizo las reverencias de costumbre en la Corte, co- mo si siempre las hubiera estilado y le di- jo: «Príncipe, que Dios os dé buena vida.» «Pero yo no soy el Rey, le dijo Carlos VII,
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