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pio a » o Et ui id gi AA A 224 EL PROBLEMA RELIGIOSO y de la belleza de los misterios, y que, no obstante, parece que hacen lo que pueden por perderse. Esto escandaliza a la incredulidad. ¡Es cosa graciosa! Hay una persona devota y entregada de lleno a la fe y a la piedad, y la llaman ¡hipócrita!... ¡fanática! Hay otra que cree, pero que no ajusta su conducta estric- tamente a la fe y argumentan por ello contra la religión. ¿Qué es esto? Otra vez falta de sinceridad en los incrédulos. Si ven un individuo penitente que mira todo lo existente como transitorio y que no se aparta de su mente el misterio de la otra vida, dicen que la fe «es apocadora». Ven otro eclesiástico que lejos de parecerse a un misántropo y estrecho de ideas, siendo sin embargo profundamente creyente, es apacible, genial, de conversación alegre, festivo... entonces se le moteja de inconsecuente, de falto de religión; se echa de menos en él la austeridad y se- veridad que en el otro criticaban de poquedad, de misantropía, de encogimiento de ideas y de corazón, Si la religión llora, se quejan de que llora; si ríe, se burlan de sus risas... ¿Qué sinceridad acusadora es ésta? Pero entrando derechamente en la dificultad, os diré que muy posible es que un hombre profunda- mente creyente sea vicioso, por aquello del poeta: «Video meliora proboque deteriora sequor.» Veo lo mejor, lo apruebo, pero sigo lo peor. El mismo San Pablo declara esto sin ningún gé- nero de hipocresía: «Non quod volo bonum hoc ego sed quod odio malum illud facio.» No hago el bien
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