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INFIERNO 163 EL DOGMA DEL millones de años, pudieran entrar en el cielo los condenados, podrían decir que a pesar de sus ultra- jes a Dios tenían derecho al cielo. Y si el impío puede tener derecho a la vida eterna como lo tiene el justo, en vano le hablaréis de la ley y del deber. El sabe que le pertenece la eternidad; que el mismo Dios no le puede privar de su dicha, y se reiría de Dios y de la ley y de todo lo que no sea placer; al cabo, tarde o temprano deberá entrar en posesión de la bienaventuranza; ¿qué le importará lo demás? Que el goce varíe nada más que en el tiempo en que se empiece a disfrutar, no cambia el asunto funda- mental. El resultado sería que el mal tendría que tener el mismo premio que el bien. Esto era imposi- ble e ilógico. Era pues necesaria una diferencia ra- dical entre el castigo y el premio, entre el justo y el pecador, y eso se establece con la separación eterna. Encima de todo está lo que ya llevo declarado: la pena no expía todo. La pena no expía nada, si no cambia el corazón. Ausente el arrepentimiento eter- namente, eternamente tiene que estar presente el castigo. —¿Por qué no puede haber arrepentimiento más allá del sepulcro? —Porque supone el concurso de dos factores: la gracia y la libertad, y ninguna de ellas pertenece ya a la vida futura. La muerte deja al hombre fuera del estado de viador y le pone en presencia de una verdad que no le deja elección. El alma, terminada su vida en la tierra, entra en su fin, en su conclu- No hay reme- dio para el con- denado.

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