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la iglesia para, encerrados y enteramente solos en ella, poder practicar eu la talla del Cristo una inspección minuciosa y a todo su sabor. Entién- dese que los dos médicos venían con un determi- nado fin de examinar el caso ante la pericia cien- tífica, y supuniéndolo así el señor párroco otorgóles la llave con mil amores. ¿Pero cuál fué el resul- tado? ¡ Eran también materia sugestionable ? El Cristo miró a uno de ellos tan fija y claramente; sintió tan duramente el acero de aquellas mira- das como castigo de su incredulidad o prueba de la realidad del milagro, que, pidiendo confesarse a la carrera, trató de reconciliarse con Dios cuyo prodigioso mirar le había barrenado el alma. Co- mulgó fervorosamente al siguiente día y salió con rumbo desconocido, pero completamente trocado de incrédulo en apóstol. Eduardo de la Concha de Villaviciosa, recién llegado de Méjico, llegó a Limpias y oyó una dis- cusión en que se atribuye el milagro a histerismo y autosugestión. Entró en el templo; aún no se había arrodillado cuando presenció el prodigio. Y este hombre que por propia confesión no había llorado ante el cadáver de sus padres y de su es- posa, lloró ante la imagen del Cristo. ¿También era materia sugestionable y tan fácil ? El 26 de abril estaba junto al presbiterio una mujer de las muchas curiosas o devotas que a ella llegan.

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