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— 39 — salir de nuestro estado semisopito y continuamos la interrampida meditación sobre Jesucristo cru- cificado. Después de la consagración levantamos la cabeza (no habíamos mirado al Cristo sino al- guna que otra vez, pues la teníamos reclinada sobre las manos, y los codos sobre el reclinatorio), y entonces vimos claramente que el Santo Cristo cerraba y abría la boca; cerraba muy despacio y abría de repente. Así mismo los verificaba por la tarde cuando por espacio de diez minutos o más, sólo vimos esta manifestación; pero notamos que se cerraba muy despacio hasta unir un labio con otro, desapareciendo, como nos cuidamos de fijarnos por la tarde, la obscuridad de la boca medianamente abierta, adonde no podían llegar las luces de los focos que desde los lados de la hornacina ilaminaban todo el cuerpo ni la de las seis velas que, puestas sobre el altar, lo alumbra- ban de abajo hacia arriba. No nos produjo impre- sión alguna aquel movimiento de la boca, no creía- mos lo que estabamos viendo. « Así las cosas, volvimos a mirar al Cristo, y entonces lo vemos con toda claridad mover de un lado para otro la cabeza. Era paulatino el mo- vimiento, como si tuviese fija la parte posterior. Llenóse el rostro de suma angustia, de expre- sión suprema de dolor, como el de un moribundo que exhala el último suspiro. En este momento fué cuando vimos la perfec-

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