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como un desperezo en la tranquila siesta de una vida monótona. Pero este pueblo es algo especial y nada de cuanto se ha dicho de tertulias en boticas pueble- rinas conviene a lo de ésta, que persiste en lla- mar farmacia, porque la palabra da una idea de modernidad. Ni «naquelerías viejas, ni tarros arcaicos, ni re- botija sórdida, ni el tradicional ojo, ni las bote- llas con aguas teñidas de ámarillo, azul y rojo. En la estantería clara asoman los específicos, sus etiquetas enrevesadas y en el escaparate, en el puesto del antiguo farol, un producto de oxíge- no: una complicación de tubos y tuercas niquela- das, perfectamente inútil allí donde el oxígeno de Dios llega a raudales de los montes. En esta farmacia de un hombre joven y culto, notabilísimo naturalista, se reunen, no labriegos encogidos, ni secretarios de zarzuelas, sino hom- bres de carrera, licenciados y doctores, que expli- san cátedras en el Colegio de los Paules, un mé- dico a la moderna que hizo en Madrid recientes estudios y entre ellos y con ellos el espíritu in- quieto, irónico y burlón de Basterreche, hombre correctísimo, cosmopolita, políglota, viajero por medio mundo. A tan simpática tertulia, cuyo ni- vel intelectual y cultural envidiarían tantos, lle- gó una tarde de marzo la noticia de que durante el sermón que predicaba en la parroquia el padre

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