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— 115 — do; cambié de lugar; me restregué los ojos ; pre- gunté a los que me rodeaban si ellós veían algo, y todos me respondieron negativamente. Volví a mirar, y de nuevo volví a notar, como antes, que la imagen miraba y movía los ojos como si estuviese viva. Desconfiando nuevamente, volví a pregun- tar a los circunstantes, y me dieron la misma respuesta. Tomé, sin embargo, otras precausiones. Pedí unos gemelos, que usé varias veces, y siem- pre lo mismo. La visión continuaba. « Verciorado ya de que lo que veía no era ilu- sión, sino realidad, proseguí orando. Sereno por demás, y sin zozobra alguna, me propuse obser- var las miradas del Señor, y vi que las lanzaba en todas direcciones. Eran miradas tristes, como de quien busca consolar y desahogarse de la amar- gura que le oprime el corazón. A veces las mira das eran duras, como de reprensión, de honda pena, y contra «algo» que yo no veía ni podía comprender. «Sobre todo tres de estas últimas miradas fue- ron terribles. En una de ellas (la más a la izquier- da, pues iba paralela y casi tocando con el brazo de la cruz), el Santo Cristo fué siguiendo con la vista un objeto que de lejos se le venía acercan- do como si dijese : ¡infames! ¡hasta en la Cruz me venís a insultar! E hizo un gesto de intensa re- pugnancia, como si quisiera arrancarse de la eruz 0 dijese: «no puedo más ».

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