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mío, r.o te olvides de la religión, que es la que da siempre las más puras y sanas alegrías del corazón. —Bueno, siéntate mamita—dijo dulcísima Marichu —te voy a servir. No, hija mía; me voy a mi cuarto. Siento que os haya interrumpido. Hacíais un trío encantador. Como esos grupos de pajaritos que por la mañana saludan la luz del sol con trinos y gorjeos redoblados, todos a una, a una La víspera de la partida de Gauder.cio se puso enferma Angelita. Gaudencio propuso a su hermana ir a verla en la aldea para despedirla. No puedo. Tenemos precisamente mañana la fiesta de las Hijas de María y como camarera debo arreglar el altar de la Purísima. El alma de los dos jóvenes estaba en su mejor floreci miento primaveral. Se buscaban mutuamente y mutua- mente se alentaban. Cada día les nacía un nuevo cariño como una nueva flor de su maceta cordial. —El cariño, decía para sí Gaudencio, sentado negli- gentemente en su sofá, es el único perfume de la vida. Las únicas palabras que valen algo son las que van im- pregnadas de cariño puro. ¡Qué diferente manera de que- rer en mi hermana, en Angelita... que en esas otras! Mirarlas es mirar el cielo o el agua que corre; todo ful- gor, limpieza, bondad, alegría sana. ¡Qué duro es tam-

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