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A A mí no me debe nada—repuso ésta. —¿Quién sabe si te debo ya mucho?—objetó Gaudencio. Aparece mamá en el comedor, de mantilla y un rosario de cuentas de azabache. Viene de la iglesia. ¡Pero qué alegría noto en vosotros! Alegría sana. mamita. Y tan sana, hijo mío. Me has hecho llorar mucho, mucho; ¡ay! —Lo siento, mamá; yo quisiera hacerte reir siempre, hacerte feliz, muy feliz—dijo él, besándola. Sí, hijo mío A veces, como ahora, las lágrimas son un tesoro de alegría. Y puso en la frente del hijo un beso cálido, aromado, con un perfume de amor puro. Te he visto comulgar—añadió. ¿Te has constituído en policía mío? Ya lo sabes que no. Te lo permito, mamá, y te lo agradeceré. No, hijo mío; tu conciencia debe ser tu policía. ¿Ves como soy bueno? Desde que viniste han pasado varias fiestas y nunca se te ocurrió hacer eso... tan grande. ¿Por qué no me dijiste? No era voluntad de papá. Papá quería que saliese de ti; quería observar cómo te encontrabas en cuanto a religión. Me decía que le parecía dudosa la religión de un joven que sólo por miramiento a los padres practi- caba. Llevaba yo un fuego en el pecho que me abrasa- ba, porque no te veía ni confesarte ni comulgar. ¿No me veías ir a misa los Domingos? Eso aquí lo hacen todos los hombres y no era de ma- ravillar; pero esto otro. ¡Ay, Dios mío! Gracias mil. Hijo FAA A e A

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