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ah vitar a su hermana y a Angelita a dar un paseo antes de acostarse. Mamá, ¿nos dejas?—interrogó María. Que sea un paseo muy corto—dijo la madre. Por primera vez en todo el veraneo se acompañó An- gelita de Gaudencio. A nadie hasta aquella noche se le había ocurrido salir de paseo a tales horas. Otras veces se cenaba, se rezaba el rosario y se acostaban. Gaudencio leía hasta las 12 y se dormía hasta muy tarde. Aquel paseíto fué el más delicioso, el más franco, el más alegre que hizo nuestro joven en todos aquellos tres meses y medio. Si se acompañaba de su hermana, ya sabemos qué linaje de pláticas tenían. Con. la preo- cupación que le nacía de dentro en toda expansión con gente de faldas, sentía Gaudencio un sabor de acíbar, no porque le disgustase, sino porque recordaba amargu- ras que quisiera olvidar para siempre y porque se había propuesto “comportarse” durante aquellos meses en atención a sus papás. Si no temiera lo que temía se podría haber divertido muy a placer; pero el coco de dentro le mordía a cada momento. Aquella noche, delante de su hermana, con aquella “Angelita”” que tan rápidamente le empezó a enloquecer, charló superabundantemente y se rió muy a sabor. Estaba en compañía de la confianza y del cariño. A la misma Angelita le pareció mucho más simpático y amable, más cariñoso, más noble, más “can- didato”, en una palabra. Cuando ya volvían de paseo, al entrar en el portal, se le escapó a Angelita la exclama- ción: ¡Qué poco dura la dicha! El paseo, querrás decir—corrigió Gaudencio. —No, la dicha.
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