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e Siempre en sobresaltos. Ya se ve que no hay alegría sana en el pecado; por una cosa u otra se sufre, se expía. Mas, la reflexión le pareció demasiado grave y la re- chazó. Sentados a la mesa para cenar, no podía Gaudencio apartar su mirada de Angelita. ¡Qué imán, qué magia era aquella! Antes la tenía como hoy presente cien veces delante de sí y pasaba como si no existiera. Ahora le entusiasmaban aquellos ojos decidores, aquella cabecita de rulos áureos que recordaban a ciertos ángeles de la Iglesia. Morenita de cara, esbelta y fina, con unas líneas ondulantes preciosas, con aquel pelo de color de arena. ¡Ideal! Una vez se encontraron los ojos de Gaudencio y los de Angelita. Esta hizo un mohín con los labios carnosos y puros llevándose a la vez la servilleta a ellos. —¡Qué pocos días te restan, Gaudencio, de tus vaca- ciones! —apuntó María. Diez —Estarás deseando que te llegue la hora de partir, ¿no es eso? ¿Te acuerdas, Marichu, el rato que pasamos cerca de Arana, bajo una madreselva? Por una hora como aquella daba yo todos los encantos que tienen las ciu- dades. Te aseguro que no espero gozar nada este año. Me acordaré muchísimo de este veraneo. Sin darse cuenta envolvió en una mirada simpática
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