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Sus padres no tenían ni necesidad de sus servicios, ni obstáculo para cumplir el capricho de Angelita. Cuando salió del colegio era una muñeca que hablaba. Después de un año de vivir en casa, era una linda mucha- chita viva, inteligente, resuelta, hervorosa; tenía unos ojitos obscuros con cejas de terciopelo. La nariz ligera- mente aquilina, el talle más alto que bajo, más grueso que estrecho. El seno móvil, con una ondulación amo- rosa. El mirar tan puro como su corazón. La voz de un timbre cristalino. Unas manos que no parecían de aldea- nita, sino de mimosa y elegante damita cortesana. Gaudencio no se había fijado mucho en ella. Tenía una idea “total” pero no cabal de la chiquilla. Cuando fué a cenar aquella noche, con un pretexto fútil se puso frente a Angelita. Nunca lo había hecho; antes se reca- taba de ella; ni soñó jamás en que al final de las vacacio- nes tuviese aquel episodio nocturno. Se le puso delante con disimulo, para mirarla y contemplarla. Ella se ru- borizó al principio y se apartó a otro lugar. Gaudencio clavó en la faz de Angelita una mirada sostenida, conmovida. La mamá, que entonces levanta- sus ojos para interrogar algo a su hijo, al notar la mirada sostenida de Gaudencio sobre Angelita giró su mirada escrutadora de él a ella. Al advertir ésta la observación de la señora, se alejó de aquel punto y se fué a conversar con Marichu. ¿Cómo pasaste la tarde, hijo mío? Muy bien, mamá. ¿A dónde fuiste? Por la vega adelante Quise admirar el verdor y el perfume del campo. He venido aromatizado, encan- tado. Me voy despidiendo de todo.
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