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Fin de vacaciones Tres meses y medio llevaba Gaudencio en casa. Nunca tuvo de su padre una admonición respecto a sus prácti- cas religiosas. Había hecho varios viajes a Bilbao, a Le- queitio, a Bermeo. Hizo una vida de turista por montes y vegas, llevando siempre consigo la preocupación de por qué en su casa se preocuparían tan poco de su vida espiritual, fuera de las confidencias con María. Las con- versaciones con su hermana le eran bálsamo. ¡Oh lo que puede un corazón de hermana inteligente! Es la estrella de todo anochecer que impide que la oscuridad invada ror completo el reino del alma. Quiso seriamente olvidar todo lo pasado; olvidar es una manera de morir y de matar. Acordábase en sus me- ditaciones y soliloquios de esta bella máxima de su de- liciosa hermana: “La serenidad baja del cielo”. El la re- quería. Un hondo presentimiento de que podía volver a las andadas le hacía evitar toda vida de libertad excesiva. Pasaron las fiestas del pueblo en la mayor cordura, en la mejor paz, en la alegría sana de su hogar; quería cobrar fuerza moral. En los últimos días venía por la vega y anochecía, mirando de lejos su pueblo le pareció “una floresta ardiendo” a causa de sus nuevas iluminaciones eléctricas. Según se iba acercando parecía crecer la villa. De repente oyó una voz. Voz de mujer. Voz de cristal. ¡Gaudencio! ¡Gaudencio! Tuvo un pequeño sobresalto. —¿Quién me llama?—inquirió.

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