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AS Anochecía. Sin llegar a casa de María Antonia dieron vuelta los dos hermanos en la carretera, junto a Cho- quilloa. El objetivo estaba cumplido. Rápidamente regresaban de su paseo y al caer desde lo alto de Luno los sonidos de bronce de la torre, vibraba el valle; miraron hacia arriba los dos instintivamente. Dos estrellas titilaban sobre la cruz de la torre. Una gra- nada partida semejaba el monte, por donde se había escondido el sol. Cruzaban la carretera aldeanas que re- tornaban a su hogar después de sus quehaceres en la villa. Unas fueron allá a aprender “corte”, otras a dar lección de música, otras venían del trabajo de fábrica. Hacía un breve rato que ambos hermanos habían ce- rrado la boca; era aquel un mutismo elocuente. Pensa- ban sobre lo hablado. No se podía hablar claro sobre el tema, porque el tránsito se había intensificado en la ca- rretera. Por la izquierda, bajando a un bosquecillo se oía unos cencerros melancólicos de bueyes que volvían también al establo. Gaudencio sentía que un temor nuevo le ara- ñaba el cerebro. La cosa se 1e presentaba peor de lo que pensaba. Al fin interrumpió Marichu: ¿Ves aquellas estrellitas? Sí. ¡Qué puras son! ¡Qué alegres lucen! Alumbrarán la roche deliciosamente. ¡Qué fea sería la noche si no hu- biera estrellas en el cielo! Así es—repuso Gaudencio, resignado y manso. ¿No se te ocurre alguna filosofía sobre este tema de las estrellas? No se me ocurre nada. —Pues sí que eres chico listo.
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