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¡El dolor de cabeza! O de corazón—objetó la hermana con gran viveza. Tú has traído mal el corazón; tú estás muy enfermo del alma. ¡Qué sabes tú de esas cosas! —dijo él, ofendido. Si no lo supiera no te lo diría así claramente. Gaudencio dió un bote en la cama. Oyeme, Marichu; tú me tienes que declarar todo. Me acusas, tienes que aportar la prueba. No, chico. Yo no tengo confidencias con universl- tarios como tú, ni obligación de someterme a su inte- rrogatorio. Tus reticencias me alarman; tú sabes algo. Algo, chico—añadió la niña con gran aplomo. ¿Qué sabes? ¡Dímelo, dímelo! Nada que tú ignores. ¡Háblame! ¿Para qué? Pues ¿a qué entraste en mi cuarto? Tienes razón. Entré a preguntarte ¿quién fué el es- tudiante que te acompañó en Durango? ¿Quién te lo ha dicho? Papá. Pues fué Beraluce. Te cogí... Tú no estás enfermo de cuerpo; estás enfermo de cabeza, pero más de corazón, te repito, y te lo probaré cuando sea preciso. Gaudencio hizo ademán de asirse a su hermana para obligarla a “cantar”. Mas ella insinuó: Te espero, pero no ahora. ¿Cuándo, pues? Cuando te “cures”. ¿No has pedido médico? Ahora

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