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O Arreglóse cápidamente y ya en el comedor: Buenos días. papá. Buenos días. ¿Por qué no me avisaste para oir misa? Ya ves que un chico a mi edad tiene un sueño bárbaro. ¿Cómo iba a despertarme tan temprano? Es el mes de Agosto, hijo mío, y en esta época del año las 6 y media de la mañana es tarde. Llegaba entonces mismo la mamá. Venía de sus devo- ciones para despedir a los viajeros, y ni ella dijo una pa- labra sobre la misa a Gaudencio. Era incomprensible. De viaje iba pensando en aquello que a él le parecía “rareza”, la más grande de su casa. Si como presumía y temía le hubieran vigilado y obligado a las prácticas religiosas, con seguridad le parecía una inquisición. Se callan todos, le dejan el imperio de su voluntad y de sus inclinaciones y le parece “raro”. Es decir, lo lógico sería el aviso y éste a todas luces parecía razonable. Al mismo Gaudencio le pareció extraño lo contrario. Pero que eso tan razonable lo hubiera puesto en práctica como regla general y al mismo joven universitario se le hubiera an- tojado un abuso de autoridad, un atentado contra su libertad. Era el mes de Agosto. Las flores inclinaban su sedosa corola extenuadas, muertas de sed. Apenas hay una sombra en el suelo; un sol, ascua pura, caldea y abrasa el ambiente. Las cumbres están bruñidas de oro. Es casi

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