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—Mira, hijo mío. la máxima de tu padre: “no la hagas y no la temas”. “Nada hay oculto que no se sepa” No me quieres decir...; tú sabrás el por qué. La madre le alargó unas monedillas de plata reluciente, con esta coletilla: Que no sean para tu mal. A Gaudencio le impresionaron como si fuesen boton- cillos de fuego las palabras sibilíticas de su madre. Pero a la madre no la temía; la respetaba y amaba entraña- blemente; una lágrima suya sería para él un martirio. A la madre se la argumenta fácilmente. A la mañana de aquel día se despertó Gaudencio muy temprano. Notó que su papá se salía del cuarto y que también bajaba la escalera camino de la calle. Miró el reloj: eran las 6.30. Todavía no es hora. ¿A dónde irá papá tan temprano? Pero, tontaino de mí, ¡si es Domingo! Papá habrá ido a oir misa, y nada me ha dicho. Luego vendtá mi madre o mi hermana a llamarme para lo mismo. Dieron las siete y Gaudencio no se levantaba, ni alma humana llegaba allí para avisarle la obligación domi- nical. Esto es raro Es verdad que contra todas mis previsiones nunca me han advertido este deber desde que fegué de vacaciones. Raro, raro Hoy más que nunca porque deben suponer que si no la oigo temprano quedaré sin misa. Esperemos a ver Las 7 y media se oyen. Pero nada. Retornó el padre cumplido su religioso deber. Cuando se puso a tomar el desayuno llamaron a Gaudencio. Este fingió dormirse para disimular su pereza y ocultar su falta de respeto al día santo.

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