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y tradicionales se habían desgranado del rosario de sus recuerdos. Después de forcejear mentalmente le vino a los labios: “con Dios me acuesto”. Luego quiso de- cir el “Angel santo”, pero no había modo de reconstruir- lo. Tentado estuvo de volver a llamar a Marichu y pre guntárselo. Con dos veces que se lo repitiera, volverían las aves olvidadas a su nido; pero, apagó la luz y se dur- mió. Buenas noches, dijo a las sombras de la alcoba y aquellas sombras tomaban cuerpo. Eran las mismas que hacía un año cerraban sus ojos, después de las ora- ciones. Ahora tenían el poder mágico de despertarle. Al cabo pudo más el cansancio del viaje y se durmió. Por la mañana nadie le despertó. Oyó el ruido ordi- nario de los quehaceres matutinos. El golpeteo de al- fombras, el sacudirles el polvo; el rítmico meneo del pie de la muchacha al producir el lustre del encerado. Pero nadie se acordaba de él. Por las ventanas, brillantes rayos de un sol amoroso y cálido irrumpían en el cuarto A la brillante iluminación de aquellos furtivos rayos se doraban penachos de polvo en el ambiente. Las campanas de la Iglesia anunciaban sucesivamente las misas del Cabildo. Al fin se oyó el martilleo del reloj de la torre parroquial. Las diez. ¡Qué horror! —exclamó Gaudencio dando un brinco en la cama, y saltó atropelladamente al suelo. En aquel preciso momento, como si hubiese estado esperando la hora para avisar, abrió la puerta de la alcoba Marichu, ¡Dormilón! ¿Quieres que te traiga a la cama el cho- colate? Oyeme, María, ¿me quieres ayudar a rezar las ora- ciones de la mañana? ¿Te has levantado ya?
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