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00 — —¿Qué quieres que rece, pues? —Hijo, las oraciones que te enseñó tu madre. ¿Quieres que rece el Avemaría? —Me supongo que eso no lo habrás olvidado. Pues, ¿qué otras oraciones quieres que rece un hom bre? ¡Un hombre! Gaudencio, me has hecho sin querer una revelación. Te has adelantado a tu edad. Te dejo, hijo mío. Eres un hombre y un hombre tiene bastante con saber el Avemaría. Lo cual quiere decirme que las otras oraciones que rezabas en casa las dejaste olvidar. No tengamos hoy el primer disgusto, hijo mío. Salió la madre del cuarto con dos lágrimas en los OJOS, Gaudencio quedó pensativo... Algo triste. Le había cogido de sorpresa la madre. No pensaba él que la mamá tuviera la ocurrencia de examinarle de oraciones la pri- mera noche. En efecto, fuera del Avemaría no recordaba Gaudencio cosa formal. Podría empezar, pero luego se aturrullaría y sería conocido su embuste. Realmente mamá adivinaba. Apenas se retiró ella, llamó él a Mari- chu, pero ésta pretextando mucho sueño le obligó a acos- tarse. La noche no tuvo más que aquel pequeño per» cance. Pequeño para el chico; grande para la madre. Aquella madre, tan pronto como se alejó del hijo se postró en su alcoba en un reclinatorio y oró largamente: oró con efusión, oró con lágrimas. Ante la mirada tenía una imagen de la Virgen del Carmen, y más arriba, cerca de la pila del agua bendita, un crucifijo de marfil. Una madre que ora es un ángel. Oraba la piadosa señora por el hijo. El hijo hizo un esfuerzo por reconstruir toda aquella sarta de plegarias de la niñez. No le era posible. Las plegarias tan cristianas

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