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oscurece el sol e impurifica y envenena la atmósfera El corazón es una fábrica de humo. Llegaba ya a Bilbao. Era la tarde aquella de poca luz: no sentía el olor a lilas y a flores de acacia, que tanto le gustaban. Tal vez olor a hierro fundido. La tie- rra era muerta; el tráfico, sin embargo, era intenso; allí florece la industria. La industria no es más que la vida de la materia. En la estación no le esperó nadie. Cambió de tren, llevándose el equipaje en un tranvía. El tranvía iba lleno. Gaudencio tuvo que agarrarse a una de las varillas del coche para no caer. El tranvía corría tirado por caballos; todavía no se había realizado el progreso eléctrico. Ya en el tren que le conducía a su pueblo, ordenó Gaudencio sus recuerdos y trazó su programa. Alegría sana y vida serena. Ya estamos cerca del andén; un prolongado silbato avisa la llegada. Ahora un golpe de freno violento. Aso- mado a una de las habitaciones del jefe de estación vió a su padre. Gaudencio saca el busto por la ventanilla y saluda sonriente a su padre. Este ordena a un mozo recoger las maletas. De golpe, un abrazo fuerte, fortísimo. Un beso pater- nal en la frente. Unas lágrimas expresivas en los ojos, como dos perlitas de cristal. Más afuera la chiquillada, el gentío: ¡Gaudencio, Gaudencio!—dicen los chiquillos. Una viejecita, antigua sirvienta de casa, se limpia los labios con el delantal y extendiendo los brazos y unién- dolos luego para el palmoteo, pronuncia: ¡Qué hermoso viene nuestro Gaudencio! ¡Qué grande! ¡Jesús! Dos hermanitas como dos muñecas de porcelana se

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