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0 — —le habló Ortúzar, golpeándole el hombro. Llegaban a una estación donde tuvieron que apearse dos de los estudiantes. Los muchachos recogieron su equi- paje y se aprestaban a bajar. Gaudencio se levantó prestamente al notarlo y se fué a despedirlos. ¡Que os divierta el humor! ¡Que hagáis unas vaca- ciones con gloria—les dijo. Que te aproveche “el ámbar moreno de su cuerpo”, repitieron ellos con sorna. Que no se te indigesten los “granados y lentiscos”. ¡Adiós, Gaudencio, carne ino- cente, alma nueva! ¡Adiós, filósofo, poeta, adiós! --Adiós, hombre, no embromar ¿Nos veremos pronto? ¿Por San Roque, vendréis por allá? —Indefectiblemente ¿Pero esa es toda tu ofrenda, príncipe? Hasta entonces h. Adiós, poeta; adiós, genio; adiós, Rostchild. [¿ Piafó el tren y se puso en marcha por una pendiente que en pocos minutos, en menos de media hora, se alcan- za Bilbao. Gaudencio volvió a su rincón y dió suelta a la imaginación. Allá lejos divisó un humo espeso que salía cargado de polvo de una fábrica. ¡Ya estamos! Aquel humo es una predicación... Cuando le dé un haz de ra- yos, cuando sople un poco de viento, va a desaparecer. Un penacho de humo se esfuma en el ambiente deshecho en jirones; pero otro sube, tan negro como el primero y luego otro y tras él otro; y el ambiente se intoxica. Pensó Gaudencio: La sucesión de humaradas no puede suprimirse por- que la fábrica funciona. Hay que hacer parar la fábrica para que deje de aparecer ese humo denso, negro, que No sueñes, galán, en “el ámbar moreno de su cuerpo” l

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