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MI Cuando Gaudencio practicó este acto religioso, expe- timentó un alivio indecible. “La alegría sana” del alma. El gran consuelo del dolor. Parecióle que había vuelto a la primitiva sinceridad de su alma.. Estuvo largo rato delante de la Dolorosa. Olas leves de mística paz le habían invadido. Una secreta, dulce simpatía le atraía hacia la Dolorosa. Allí examinó el punto de su conducta y resolvió irse a casa a practicar lo mismo y a creer lo mismo que antes. IV Apenas llegó a su morada, hecha la limpieza del alma, tomó un libro que desde que empezó a estudiar la “fa- cultad” no lo había abierto. De buenas a primeras se encontró con unos versos muy hermosos: Señor, yo te comprendo: tu espíritu divino por la creación derramas en hálito de amor: la luz, la noche, el viento, la mar, la rosa, el pino y el hombre y el insecto, todo eres tú, Señor. Te siento en mi conciencia, te toco entre las flores, te escucho cuando ruge la ronca tempestad te veo cuando asoman los plácidos albores, y ante tu faz me postro bajo esta obscuridad.

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