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En una carta que por entonces escribía a su padre, decía Gaudencio: “Verdaderamente que hay mucho que aprender. Estoy leyendo un libro que deja luminosas “huellas en mi conciencia”. Esta nota revelaba a su padre que el libro no era de texto. La manera de redactar la carta, aquello de “huellas en mi conciencia”, alarmaron al honrado señor, y con- testó a correo seguido: “Mi querido hijo: Mucho me alegro que te instruyas sin que te destruyas. Fíjate en estas palabras porque se me hace sospechoso el libro en que me dices vas leyendo. “No soy un sabio ni soy capaz de ordenarte dejes las lecturas que te aprovechen; pero las lecturas que ahora debes hacer son las de textos y en caso de ocurrírsete leer algún libro extraño o dudoso, debes consultarlo con tu confesor”. ¡Confesor! ¡Consultar! ¡Las consultas científicas de- ben hacerse a los doctores—pensó Guillermo.—-El con- fesor me podrá absolver de pecados cuando me vaya a confesar. ¡Cuando me vaya a confesar! “Desde que salí de casa—reza una nota de su cuaderno una sola vez me confesé, poco después de mi ingreso en el instituto. Luego vinieron a agitarme ideas nuevas y ellas y la nueva compañía me hicieron retardar la confe- sión. ¿Para qué la quería? E Esta frase no es una negación del dogma en la mente de Gaudencio. Acusa un estado de ánimo. La confesión, sabía él, debía hacerse bien; haciéndole mal, ¿para qué sirve? Antes de terminar el primer curso empezó Gaudencio a redactar cartas en que se veía el borde del abismo.

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