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O El enemigo de las almas había abierto en él un surti- dor oculto de ideas nuevas. Este surtidor no desgrana la perlería riquísima de verdades santas; es un surtidor que sube del subterráneo. Siempre el mal sube de los fon- dos bajos, mientras están fijas las grandes estrellas de la religión en la frente, el mal se esconde: pero hace su labor callada y con un ruidito manso al principio deja que suban sospechas leves, luego dudas infundadas; más tarde hace la aparición una hebra de incredulidad. Entonces el fenómeno moral lo resuelve todo. El corazón pide a la razón ayuda para seguir el sendero del deshonor sin martirios, y como aquellas nieblas de la mañana hacían presa en los árboles de la alameda, aunque el sol alumbrase en el cielo, de la misma suerte las nieblas de la baja humanidad y de duda insolente enroscan el espí- ritu del joven, aunque allá arriba, por su educación do- méstica, cante el credo de Cristo. Mas puesto el sentido de la carne sobre el corazón, hacen fácilmente crisis las creencias, poniendo al hombre al borde del abismo El enemigo no pedía a Gaudencio una “declaración tumultuosa” contra la fe; sería borrar del todo el sen- tido tradicional de su casa. Mas la “ciencia” se le iba metiendo en los sesos y la firmeza de los artículos apren- didos en la escuela se desmoronaba toco a poco. Es mucha cosa el llamarse “científico”. El ha oído hablar a un profesor en nombre de la ciencia y decir: “No hay Otro juez de verdades que la ciencia, ni hay ciencia con la fe”. Los sacerdotes serían más mirados en sis pre- dicaciones si cursasen algunos años en la universidad: pero el seminario no les da más que cr ra Cada día se atolondraba más el muchacho y cada día observaba dentro de sí que se caían sus tabiques. Pensó

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