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A -—¡Qué antipático estoy—dijo en soliloquio. -No po- dré creer en nadie ni en nada. No me parece mucho mal este mal de la juventud; pero al fin no deja de moles- tar. Un poco de vapor plateado le mojó la cara. Alá arriba se celebraba ya la gran fiesta de color. Iris y corales, rosa, plata y oro. Eso debería ser la juventud, pensó. Así sería la juventud una copa de “alegría sana”. Estas “nieblas” lo echan todo a perder. No se puede gozar “con una neblina en la frente”. Mas ¿por qué no seré yo como los demás? ¿Acaso debo avergonzarme de imi- tar a otros más expertos? La neblina se prende de él. Le rodea como una serpentina de vapor; se le echa en- cima en jirones como en los árboles que se ofrecen a su vista. Al fin de la alameda hay un estanque de agua. Se apo- ya sobre el paredón y se mira en el cristal líquido. Sus ideas navegaban como cisnes por aquel estanque. Aque- llos cisnes no eran tan blancos ahora como en su hogar, balanceándose en su góndola azul y de fe. Agua de cristal, aire de vapor, cielo donde Apolo dispara sus flechas, y no tengo alegría. Esto es muy extraño en un joven. Esta no es juventud. Para ser joven no hay que filosofar de nasiado, 1] No hay aquí nada de extraño, dada la educación de Gaudencio. Aquellos primeros disparos del ambiente le eran fuertes y hasta molestos. La crisálida se volvía 2

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