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o ¿No te da pena de no poder ver más aquel naranjo de que cortaron ese ramo y otros para mi boda? ¿No te aflige el no contemplar ni las orillitas del mar en jira por Chacharromendi o Mundaca? ¿No te apena el no admirar de nuevo aquel azul verde de nuestras montañas y los campos de maíz empenachados de blanco a la luz de la luna? —-Nada, hija mía. Ese mundo lo tenemos en el alma más hermoso. Ni aquellos huertos de manzanos ni las playas anchas tapizadas de arena rubia donde Jjugá- bamos durante el verano, me llaman la atención... Tie nen comparación con el “huerto del Amado”. ¿Has leído alguna vez el “Cantar de los Cantares”? Chica, nunca. Sólo en el colegio algunas páginas sueltas y algunas alusiones lejanas. Aquello es un mundo nuevo. Por eso nos llamamos “esposas de Jesucristo”, Creo que me explico bien si te digo que todo el placer del amor de la vida deja en el al. ma un sabor de sal. Nuestra consagración es la felicidad más grande que cabe en este bajo mundo, con el cielo tan cerquita que parece lo tocamos con los dedos No huyó la carne de nosotros, pero está como embalsamada. Vuestra dicha, y sí que es grande la tuya, es como una burbuja brillante al sol en lo más alto de una ola. Aquí nuestras almas aletean con alas de gaviota libres del peso de esa vida de relación que os aprisiona tanto, aun sien- do felices. Estás diciéndome el Evangelio, Marichu. Yo que sé ya un poco de la vida, te puedo asegurar que toda la di- cha que perseguimos lleva un tufo a gasolina que no de- ja que se goce plenamente aun siendo la dicha legítima y sana como la nuestra... Sin duda que Dios ha hecho
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