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0. — —Tampoco es eso. Vengo de afuera a una consulta con el doctor Arrese, y he sabido que vivía usted aquí y —Tal vez buscaría usted a mi marido para algún en- cargo, y lo siento porque aún no ha llegado. —No; buscaba a usted, doña Angelita. Al decir doña Angelita le brotó un chorrito de risa. La señora reprimió su sorpresa; malició alguna rela- ción de amistad, alguna visita por encargo. ... —Permítame usted—dijo.—¿Usted es de la orden 7? —Efectivamente; debe usted conocer el hábito. —En su orden profesó un “amigo mío'”—dijo con voz casi anulada y lenta, como para que no tuviese eco. —¡Posiblemente! Un espejo ovalado daba frente al piano y la señora miró hacia él. Se había inmutado levemente... En los cristales azogados se reflejaban las plantas verdes del jardín, consteladas de flores albas Doña Angelita vol- vió a sonreir algo intrigada. El religioso sacó su pañuelo de la manga y se lo llevó a los ojos, como para ocultar una emoción violenta, para re- coger una chispa eléctrica... —Sí; precisamente por conocerla vengo hoy a verla a usted—dijo al fin. Doña Angelita clavó en este momento sus limpios ojos en los del fraile, y levantándose bruscamente como sacudida por una fuerza interna, exclamó: —¡Gaudencio!.... Y cayó de rodillas. El religioso, que en verdad era él, fijó sus ojos en Ange- lita para calmarla y darle confianza:

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