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— 183— Se oyo a la puerta el cascabeleo de un coche familiar, luego un sile ncio de un minuto y en seguida dos golpes de aldaba. Acudió la muchacha de casa: era el adminis- trador de Angelita que venía a re -cibir Órdenes sobre la venta total de las posesiones que tenía en la aldea. En un abrir y cerrar de ojos la madre, paralítica, que parecía haberse casi curado de su mal, recayó con mayor gravedad. Una mañana al llegar de la Iglesia y entrar en la alcoba de su mamá se hallaba ésta sin habla y casi sin movimiento Se pusieron en juego todos los reme- dios; se trajeron de Bilbao las mejores reputaciones mé- dicas, pero no hubo .remedio: aquella luz debió también extinguirse. Doña Márgara murió a los cinco días. En los vacíos corredores, en los aposentos desguarne- cidos, en la melancolía de toda aquella vivienda se nota- ba que todo había cambiado radicalmente. Angelita sufrió con la muerte de la madre un golpe mor- tal. Su único hermano, pequeño de doce años, estaba en el colegio, y ella deambulaba a pasos cortos a veces y a veces a saltos desesperados por aquellos corredores en- sombrecidos por el crespón fatal. Angelita hacía escrú- pulos de mostrarse amable, como era su condición, por- que creyó que ya no debía reirse nunca. La risa la con- sideraba un pecado una vez muertos sus padres. Así pa- saron los dos meses inmediatos a la desgracia. Ya no se veían en el querúbico rostro de la niña aquellos delicio- sos hoyuelos tan finos y graciosos cuando se reía. Ya no soñaba tampoco en jardines, fuentes y regatos para que el son del agua la ayudase a reir. Las macetas flor idas”se teñían de dolor ante su mirada. También para ella había acabado" todo. . Sin embargo, en aquel fondo puro y diamantino el dolor no destruyó

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