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| y un | gar a ser dueña de aquella casa y disponer de todo aque- llo para transformarlo en un paraíso Pensando en eso vivía; y cuanto más próxima tenía la fecha, más se le acrecía el ensueño de las “flores de su vergel”. De eso hablaban precisamente en aquella tarde, en su paseo por el ancho camino que da al cementerio. Lleva- ba María en su dedo un anillo que brillaba limpio como el día. Era regalo de Paco, “de su Paco”. El sol hería el brillante del anillo cuando al borde del camino se dete- nía la niña a recoger una flor: ¡Oh mis flores! Mis flores de Bilbao—repetía, esta- rán de fiesta continua por mis cuidados El cementerio, alejado de la población ocupa un de- clive al aire abierto. Como obra moderna tiene poco mérito, pero cada alma huérfana o viuda tiene allá su tesoro. En un rincón, también lleno de flores, bajo una piedra lisa blanca y una cruz de hierro, duermen los res- tos del papá de Angelita esperando la resurrección. Angelita frecuentaba aquel paseo y adornaba y arre- glaba la sepultura de su papá. El paseo de ese día, des- pués de la comunión de la pareja por la mañana, tenía para ella un mérito especial. La serena tristeza del lugar convida a la meditación. Todo está sumido en silencio. Un enjambre de cruces de todos tamaños, unas blancas y las más negras, cubren el área del suelo. Allí oraron los tres por el descanso de D. Andrés. Tan- tas cosas se agolparon al pensamiento de Angelita, que no podía contenerse. El llanto le llamaba a las puertas

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