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A NN ri RA Ñ li EIA MEM EL Te A los demás. Vivía en una casita del Arenal, dando la cara a la ría, y delante de su casita donde vivía muy conside. rado, había un terrenito, ni jardín ni campo. En aquella casa no había mujer alguna, a no ser una sirvienta, por- que a los 21 años quedó huérfano y una prima que lo acom- pañó durante el primer año se fué de religiosa con la do- te que el le dió, entrando en el convento de Carmelitas de Begoña. Conoció a María en una corrida de toros, la única a que ella acudió, porque el lance de los caballos le ponía nerviosa y le hacía daño. Paco se interesó por María des- de que la vió junto a él en la corrida; pero no entabló amis- tad sino cuando entró de religiosa su prima, ceremonia a la que acudió María por invitación de la misma joven por ser amigas de colegio. Todas las flores de aquel semi-jardín, semi-campo, que daba entrada al hotelito de Paco, eran para ella. Un día que acudió Marichu a ver la casa en unión de Angelita y de mamá vió aquellas macetas maltratadas; los gera- nios, verbenas y flores que cubrían el piso acusaban un descuido imperdonable. —Eso no puede estar así, Paco—le dijo. Cuando vengas tú podrás arreglarlo todo a tu gus- to—contestó él. Aquella tarde el pecho de María y de Angelita salían del jardín cubiertos de rosas y jazmines. Al paso pisa- ban una alfombra de claveles y nardos. Las flores de sal- via aromaban el aire fuertemente. María quedó encantada de la profusión de flores y plantas que había, pero apenábale la falta de arte y de cuidado. Desde entonces, la ilusión de Marichu era lle-

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