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A — 156 todavía abrazada al cuello del tío lloraba su inmensa desgracia. El padre puso la mano sobre la frente de la niña y le dió a besar el seráfico cordón. Angelita com- prerdió que todo había acabado. Dió un grito que des- garró las entrañas de todos. ¡Se me ha muerto; se me ha muerto! ¿Dónde estás, Dios mío?... ¡Padre! ¡Padre mío, ro te vayas!... ¡Oh, qué horror morirse! A los gritos desconsolantes de su amiga acudió María. La tomó en los brazos. La besó como si fuera hermana. —Angelita, —le dijo—tienes que ser valiente. Angelita abrazó como si fueran unas terazas sus bra- zos, a su amiga. —¡Marichu! ¡Marichu! ¡Qué desgracia! ¡Llama a Gau- dencio que ocupe el lugar de mi padre. ¡Sí, sí! ¡Lo quiero, lo quiero! —¡Cállate, ro digas despropósitos! ¡Estás loca! Entre Marichu y el tío la llevaron a su cuarto... —Acuéstate un rato, Angelita. Has sufrido mucho y debes descansar... —¡No te vayas, María! No me dejes sola... ¡Oh, padre mío! —¡Resígnate! Ten fe y espera—le habló su tío. . Era tal el desconcierto de Angelita, tal era la soledad que sentía, que le pareció a su tío que no podía estar en casa por mucho tiempo. La atormentaba el recuerdo de su difunto. Creyeron conveniente cambiar de casa y

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