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147 El convento es un macizo sobre unas rocas terribles. Las olas que la marea envía lamen sus muros, no sé si pidiendo paz O pidiendo guerra; Una escollera amplia -oco arreglada lleva al coche desde la carretera al atrio del monasterio. Al fin se tiene que torcer a la derecha su- biendo bajo un túnel de fondo natural. Todo el trayecto es solitario y dice muchas cosas al poeta. Al monte se le cortó una franja en forma de cinturón para procurar el acceso a aquella morada de oración. A ambos lados de la escollera sube la marea. Según apuntes que tengo a mi vera en el momento de la llegada de los dos jóvenes salían en una procesión ordenada de dos en dos todos los colegiales. Descalzos hasta los niños más pequeños de ocho años; vestidos de uniforme marrón. Rezaban algo mientras caminaban Un fraile de barba blanca pre- sidía las filas paseantes. Gaudencio inquirió del venerable fraile dónde podría ver a su hermanito. —¿Quién es? Gaudencio pronunció su nombre. A una indicación del fraile se destacó del grupo un mayorcito, se llegó a los más delanteros y volvió con otro frailecito menor que él. Era el niño que buscaban. Quedó cortado el joven visitante. No esperaba ver a su herma- nito, ni descalcito, ni con hábito. Aquello le pareció ri- dículo, anormal. Se le acercó el niño con los ojos bajos y con las manos escondidas en las mangas del hábito: —¿No me conoces?—interrogó Gaudencio. -¿No te he de conocer? -¿Pero tu vistes de fraile? Es el uniforme, yo soy colegial.

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