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—-Mañana me pagarás este hurto que has hecho a Dios —dijo ella espiritual y cariñosa. Eran las 12 y 50 minutos en el reloj de Gaudencio. El lo anotó cuidadosamente. Durante los estudios de música de Angelita no se ob- servó en ella mucho entusiasmo ni exceso de habilidad. Le gustaba ejecutar motivos religiosos más que frí- volos y bailables. El profesor le había encargado y le encargaba constantemente que se dedicase únicamente a “estudios”, a la ejecución de ejercicios; pero ella, irre- sistiblemente traía o buscaba cualquier papel de aire eS- piritual y se regodeaba y solazaba en su ejecución. Un día Gaudencio aprovechó su amistad con el pro- fesor para invitarle a tocar en casa motivos de Tann- hauser. —Ese autor es demasiado místico—replicó él. —No importa; precisamente. Corría aquella mañanita una alegre brisa de poniente. El profesor llegó a eso de las 11 a la lección y sentado en el taburete donde se sentaba Angelita, arpegeó pri- mero escalas altas, pasó a las bajas, hizo un acorde, dijo una sencilla música religiosamente; luego cesó. Buscó en un cuaderno algo sollozante. —A vosotros os gusta música espiritual, ¿verdad? —Tannhauser—instó Gaudencio. Todavía produjo una melodía juguetona. —Eso hace pensar en juegos de niños—expresó Angelita. —A ver esto: y brotan las notas de la “Apassionata”” de Beethoven. —¡Qué bien cantan los pianos!—advierte Gaudencio. El profesor sigue la serie de escalas, de armonías, de A A a

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