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> No te puedo ocultar nada Me he visto en un grave aprieto de amor. Tú me has salvado; tu recuerdo, que- rida mía, me hizo fuerte. ¡Cuánto deseaba hoy comu- nicarme contigo! He ido a la Iglesia a dar gracias a tu medallita y he rezado por ti y por mí. ¡Oh, ángel de mi alma! ¡Angelita mía! Te amo como tú me amas, fuerte- mente, puramente, hasta que Dios disponga otra cosa. Cayeron de mi altar todos los ídolos; tu sola vives en diosada sobre mi corazón Tu GAUDENCIO.” Cuando Angelita tuvo en su poder esta carta vaciló sobre la contestación. Se veía a través de las líneas el alma del amigo, del amante, del joven que buscaba fuerza en la fuerza de su Dulcinea. ¿Sería verdad? La lucha ¿sería tal cual la carta reflejaba, una victoria? Angelita creyó que sí. Tan pronto no podía sucumbir aquel gallardo prometedor de recuerdos y esperanza. La carta chorreaba fervor, emoción, ardor; traía llama en sus líneas; traía olor a lágrimas. Angelita creyó a Gaudencio, y a los tres días contes- taba: “Mi querido y loco Gaudencio: Al venir de tu casa me esperaba aquí en la aldea tu misiva. ¿Por qué no me escribiste como las otras con la misma dirección? Tal vez por el contenido. Esto me hace creer que me dices verdad. ¡No sabes cómo te acompaño en tus luchas! Vivo pensando qué diabluras te armará el mal. Sin duda fué grave el lance que me cuentas, pero no me dices nada claro. Me basta con saber que me eres fiel, que me amas, que me sigues “adorando”. Creo que no puedes

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