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pt as + me q oca: A RI lA -¡Déjate de ese pingajo! ¿No ves cosa mejor a tu derredor? A Gaudencio le. pesaba una montaña. Parecía que una fuerza omnipotente le empujaba a ceder. Empezó a su- dar. La sierpre, chispeantes los ojos, amorosa y carnosa la boca flexible y blondo el talle, más que medio descubierto lo brindaba. ¡Oh niño—dijo con una melosa pronunciación.— Esos dos ojos son dos diamantes; pónmelos aquí! Se sentía inflamado Gaudencio, ¿pero el juramento hecho a su hermana? ¿La palabra dada a Angelita? ¿La honradez de su papá? ¿El recuerdo adorado de su mamá? ¡Déjame pensar, Carmelina! —¿Conque pides tregua? No, hijo, ya eres esclavo mío, ¡Ríndete! Mira Gaudencio sacó furiosamente la cadenita de la me- dalla y la besó férvido. ¡Ayúdame, Angelita! —exclamó.—¡Ayúdame! Carmelina quedó parada, atónita. Veía al muchacho en una lucha feroz. Un instinto de compasión iba a obli- garla a dejarle. Hasta debió pensar dentro de sí: ¡Qué cruel soy! Mas la mujer que se sienta con algún derecho nunca lo abandona. Ahogó el minuto de compasión y más ve- hementemente y más desvergonzada gritó: ¿Por qué no me amas ya? Las mujeres de amor so- mos formidables; debes rendirte al amor. Gaudencio vaciló un instante; volvió a mirar el retrato de sobre la mesa y tomó una resolución: Mira, Carmelina— dijo con ademán imperioso—; entre tu amor y el amor de esta virgen he escogido el amor de ella. Es la mujer gloria, es la mujer ángel; es mi
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