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Chico, te felicito; has encontrado una Venus. Pero, Carmelina. Espera que haga una inquisición Aquí una carta de mujer Será la misma, ¿no es cierto? ¿Quién sabe? Acaso una Diana. ¿A ver en este libro? Una postal. ¡De- licioso! A ver si tengo que arrojarte como un trapo sucio de mi cuarto. ¡Como un trapo sucio! Ya me dijeron que cuando fuiste a vacaciones te sometiste a la “colada”. A eso obedece que no me hayas escrito. ¿Por eso esquivas ahora mi presencia? Pero ¿te habrá valido aquella lejía? ¡Oye- me, Gaudencio! No te oigo más que sandeces; dispénsame que te diga que en esta ocasión eres una infame. ¡Una infame! Carmelina Lamprida es una infame Lo dices tú y punto redondo. ¿Cuando me llamabas “fuente de armonía” y versificabas la ““opulenta gloria” de mi cuerpo también era una infame? ¿Cuando a través de mis ojos veías “el cielo”, era como ahora? ¡Ahora eres! Suéltalo, hombre. Anda, monín, filósofo, “bajá” de la juventud. Suéltamelo. La sierpe se le acercaba provocativa, tentadora. Gau- dencio sentía un infierno en la carne pecadora. Llevó sus dos manos a la cabeza y exclamó: —Por aquí comienza la perdición. Después de esto, no hay más que tormento. La luz del alma se apaga y quedamos en la noche. Hizo un esfuerzo para acordarse fuertemente de Angelita. La tomó de sobre la mesa para besarle, pero la sierpe se le arrebató de las manos. E ro hs tb F %

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