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j e aparte a su hijo y poniéndole las manos sobre la cabeza, le dijo. —Esta cabeza, hijo mío, vale mucho; pero vale más esto otro—añadió, poniéndole la diestra sobre el corazón, —Tus estudios no deben enloquecerte, ni tampoco los cariños tontos de la juventud deben perderte. No te ol. vides de las buenas cosas que aprendiste. Hijo mío, te aguardarán allá muchos peligros. Sé hombre de honor. No desprecies el deber. Sí, mamá. Gaudencio se preparaba ya a emprender la jornada. Estaba como una tierra que se esponjó y se dilató y es feliz bajo un sol brillante después que cayó sobre ella uno de esos chaparrones veraniegos. El agua seguía ca- yendo todavía sobre su corazón con maravillosa paz. Era feliz. Pero en medio de todo tenía que lamentar la partida. Ya estaba todo en regla. Dió un beso ardiente a mamá, otro prolongado y sonorísimo a Marichu y luego a los niños. —¡Adiós! Hasta el verano. ¡Adiós, chico; que “no te olvides””—dijo su hermana con retintín.—¿No dejas algo para Angelita? —Le llevo conmigo—contestó el galán. sonriente. —Creo que volverá antes que tú—añadió la hermana con ironía marcadísima. Te juro que volveremos juntos como vamos. La cariñosa hermana se acercó al oído de Gaudencio y murmuró: —¡Cuidado con Carmelina! De un golpe, en un momento, en un instante se quedó sin habla el chico. Miraba a Marichu con una de esas
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