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AAN ALA DA IPR TAI —:¡La mamá! ¡Pobre madre!... Tú la matarás a dis- gustos. ¡Calla! ¿No has oído un cañonazo? Vienen los “guiris”. Aquella luz será de ¡a guerra. Era esto allá por los años famosos de la guerra carlista después de la abdicación del rey Amadeo, cuando en las montañas cántabras vomitaban fuego cañones y fusiles de dos bandos que se batían fieramente. Entre un estruendo causado en las concavidades y senos de los Pirineos vecinos, bajo un cielo sin estrellas y sobre una tierra sin flores, sombreado por el árbol sim- bólico cantado por bardos inspirados y visitado por mu- chedumbres “aitorianos””, al susurro deleitoso y aca- riciador de un roble de amplias y fecundas libertades, al pie de un monte que llaman “Kosnoaga”, en medio de dos vegas que son maravilla de la naturaleza, rivales de las mejores de Suiza, en un hogar bendito por el ca- riño, por la fe y por otras ““menudencias” que no hacen al caso, pero hacen muchísimo para la vida, había na- cido Gaudencio.. Era un día el más alegre para aquellas euskericas tie- rras, aunque lleno de pesares por la guerra. No faltaron fogatas y verbenas animadísimas, y mi padre tenía la buena condición de crear alegría dondequiera que estu- viese. Cuando el chiquillo dió los primeros “gruñidos” de vida, diz que el abuelo exclamó: “Ya llega la alegría sana”. La madre, mujer por muchos títulos admirable, levantó en sus brazos al nene, y estampando en él un beso lleno de perfumes, diciendo: “ignoro qué ser he dado al mundo; parecíame que me extraían del seno dos manos de ángeles por la suavidad con que he visto la luz. Este hijo, o viene bendito o trae la bendición para todos”. Desde aquella guerra civil a hogaño hay un lapso de

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