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- mada de Francia, a pesar del genio militar indiscu- tible revelado por el Emperador, tuvieron que mor- der el polvo y llegar a la capitulación de París... El sol napoleónico lanzaba sus últimos reverberos en la hondura de tos lagos para caer muerto en el ocaso de la fortuna... Indudablemente se acercaba el fin de la catástrofe y el fin también del cautiverio de los buenos... Cuando nuestro Beato pisó los umbrales de ese año tan famoso en los fastos de la historia, desco- nocía su porvenir, no podía pensar en otra cosa que en prestarse humildemente como instrumento de acción o de pasión bajo la divina voluntad de Dios. El 26 de Enero de este año publicaba el «Diario Político», del departamento de Roma, el siguiente Decreto, de Murat: «Todos los sacerdotes deteni- dos por causa de su denegación a prestar juramen- to de fidelidad al Emperador, serán inmediatamente puestos en libertad. Además quedarán capacitados para el desempeño de sus cargos eclesiásticcs, se- gún su idoneidad respectiva.» Napoleón estaba vencido... La causa política de aquella orden debe reco- nocerse en el desprestigio del Emperador. Murat, olvidando sus vínculos con el caído Monarca, se unió a las potencias aliadas, y éstas decretaron el cese de la persecución y de las deportaciones por motivos políticos. Napoleón vió desplomarse todo el Imperio so-
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