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Mb no excluye en mi humanidad el peso grande que experimento con tal pérdida. Paciencia. No me en- tretengo mucho por ahora en esto, porque es toda vía demasiado viva la herida; solamente le ruego sufrague a aquella alma bendita tan aficionada a V. Yo por ello estoy aturdido... D. Eugenio Pe- chi está en Córcega. El dolor por mi incomparable madre es inexplicable.» Aquellos días todo le hablaba de aquella muer- te: por doquiera encontraba huellas de su paso; en todas partes sentía el frío de su aliento, y el murmu- llo querellante de su angustia era: «hágase, Señor, tu voluntad». No es que le hiciera mella el blandir de aquella guadaña que segó con estrépito la vida de su querida madre. Sabía que era una santa; pero también tiene la flor sus desmayos en el pensil; también se ven a veces ensombrecidas por espesa nube las praderas de mullida yerba y los campos de dorada mies. ¡Pero su corazón! Aquel corazón de hijo cariñoso; de hijo siempre leal y tierno, en cuyo fondo el amor corría como la pura fontana entre jun- cales... aquel corazón amante y apasionado por sus padres, al verse herido por la furiosa parca que mató a su madre, tuvo que impresionarse, tuvo que gemir y se impresionó y gimió ofrendando a la difunta señora el llanto del huérfano que experimenta en la muerte de la madre la marchitez de los campos (1). (1) Fué sepultada en la basílica de San Marcos. Sobre el humilde mármol] que cubre sus restos, léese: «Quod humanum fuerat Anunciate del Búfalo, matris sue dulcisime.—Gaspar hujus Basilica Canonicus in spe venturí soeculi, Hic posuit cum lacrimys Anno s. h. MDCCCXI.>
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