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a ME dos, se retiraron de las torres las campanas, se de- molieron altares de mármol, pero se apropiaron los invasores los vasos sazrados de plata y de oro. Los conventos, asilos de la virtud y moradas de almas santas, se trocaron en cuarteles, violándose la venerable clausura de los monasterios de monjas que fueron arrojadas a la calle sin miramiento de ningún género ni a su sexo ni a su pudor. Todavía más: Pretendieron los usurpadores dis- persar lo más notable del clero, para lo cual se ideó el expediente del juramento de fidelidad al empera- dor. A este efecto el 13 de Junio de 1810 fueron llamados a prestar dicho juramento que entrañaba la aprobación de los hechos consumados. Habiendo prohibido el Papa la prestación de semejante jura- mento por ser contra todo derecho, el clero en ge- neral mostróse firme y entero. Pero en esta firmeza apostólica distinguiose, entre otros, nuestro bio- grafiado, que aunque timido y blando por su natu- ral, revistiose de valor ante la intimación sacríilega... Su contestación fué solemne, contundente, mayes- tática. «No puedo, no debo, no quiero». Tales son las palabras que pronunció ante el requerimiento de jurar. Contaba a la sazón 24 años y era el ídolo de sus padres, como era la admiración de los eclesiásticos, Creyó el Gobernador o Prefecto, encargado de re- cibir las actuaciones, que una súplica del padre po- dría doblegar la entereza del hijo. Por otra parte, una intimación al afecto paternal, que no querría ver

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