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E ci la iglesia de la Misión de Montecitorio, por el car- denal Antonio Despuig, Provicario de Roma. Tenidas en cuenta las bellas cualides de su alma, su fervoroso celo y su cumplida instrucción, con aquella profunda y acendrada veneración a la Hostia Santa, echarase de ver, aunque por conje- turas, la manera maravillosa y devota cómo diría la Primera Misa, que la celebró el 2 de Agosto, por no haber podido realizarlo el uno, como tenía pensado, a causa del sermón anual de la Divina Providencia que era de predicar en la gran basilica vaticana. Excusamos decir que siempre que comulgaba o celebraba, precedía el acto con una gran prepa- ración, y lo seguía con una fervorosisima acción de gracias; pero en aquella primera ocasión de su vida sacerdotal, uniose a todo esto un copioso llorar y tan larga y amorosa plática íntima con Jesús, que causaría envidia a los mismos serafines. ¡Oh! con qué dulce embeleso, con qué afectuosa ternura, con qué reverente compostura llegóse al altar! ¡Oh se- rafines y qué cánticos entonaríais en derredor del oficiante, de aquel abrasado corazón que se ofrecía en ara de Jesús Víctima y en cáliz de oro, labrado de rubíes, en que desearía recoger aquella sangre adorable, cuyo apóstol se iba a proclamar bien pronto con pasmo y admiración del mundo católico! Tal fué la emoción de aquella grande ceremo- nia, que solía celebrar cada año el aniversario de su ordenación sacerdotal, con algunos días de ejer- cicios espirituales, a fin de renovar en su alma y
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