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E Ahí están, más que los albores, los verdaderos ensayos de entrenamiento apostólico del sublime propagador de la Sangre redentora. Pero aún dire- mos más: diremos que más que entrenamiento, aque- llo parecía una revelación de las grandes dotes de Gaspar. Ved ahí por qué al oirle predicar un día Mns. Antonio María Cadolini, obispo de Ancona y después cardenal, no pudiendo contener su admi- ración, dijo al canónigo Storace: «Me ha gustado muchísimo; tened cuidado de él, porque os auguro un gran orador». Más tarde, monseñor pudo com- probar su vaticinio y decir: «Mi predicción se ha verificado con gran ventaja para la cristiandad». Predicaba cierto día en el oratorio de San Gre- gorio Taumaturgo sobre la Asunción de la Virgen. Al oirle muchas y distinguidas personalidades y gran número de eclesiásticos, repetían asombrados: «Bienaventurados los pechos que te dieron de ma- mar»; lo cual oído por su madre, tuvo que salirse de la iglesia vertiendo raudal de lágrimas enterne- cida vivamente ante aquel espectáculo. Ya la fama envolvíale en una aureola de cele- bridad, y buscaban al joven apóstol para nuevas predicaciones. Los sermones de San Luis en la igle- sia de Jesús y del Santísimo Sacramento en el ora- torio de <Caravitas» le sirvieron para dar nuevas pruebas de modestia sacerdotal y fervor de apóstol. No se satisfacia ni vanagloriaba en su buen nombre. Cada vez ansiaba nueva preparación y nuevo acopio de ciencia, porque conocía perfecta-
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