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a no pocas veces con dichas cosas producíanse mara- villosos prodigios, como la curación de enfermos. La estimación cundía como una ola de un pun- to a otro con el relato de lo que se oía o se veía de aquel apostólico misionero. Y era tal su poder de captación de ánimos, que hombres eminentes y de todas las clases sociales le buscaban, o para direc- tor o para consejero. En esferas elevadísimas del clero y de la cate- goría social se le miraba como un envíado provi- dencial para aquella época de conturbación gene- ral, como pudieron ser Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales y otros para sus respectivas centurias y necesidades político-religiosas contem- poráneas. Casi todos los Cardenales de Curia le conocían y le veneraban, no obstante algunas dolorosas con- tradiciones que entre humanos no es posible evitar a veces, por el punto de vista particular en que cada cual se encuentra. Los Cardenales Vicarios de Roma solicitaban de él el favor de ser tenidos, no como superiores jerárquicos, sino como compa- ñeros. Las alabanzas que le tributaron Obispos tan ve- nerables como Mons. Strambi, valen por todo pane- gírico. D. Carlos Traía, que más tarde fué presidente del Consejo de ministros en Roma, le oyó una vez en la Misión de Teramo y quiso confesarse con él:
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