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— 326— Mientras tantos expósitos de la virtud pasan la vida dialogando consigo mismos y soñando en sueños de hadas, nuestro Beato soñaba con el. despre- cio: Ya hemos visto cómo escribió a Cristaldi en ocasión memorable: «A Dios la gloria, a mi el desprecio». Desde joven fué muy reservado en callar sus dones. A veces, esta misma reserva se achaca á un temperamento orgulloso, cuando hartas veces es una delicadeza de corazón. Nunca se fiaba de sus deliberaciones, y cuando podía consultaba sus dudas hasta con los inferiores... En asuntos de espíritu dependía omníimodamente de su director, que pri- mero fué monseñor Marcheti y luego el canónigo Albertini. Ni aun en las cosas relacionadas con su Congregación seguía totalmente su parecer, porque tenía que obedecer a Cristaldi... Y con ser tan nece- sarios sus trabajos de fundador, quería dejar ese cargo, dejándolo a otro cualquiera, y así lo suplica- ba a Cristaldi... De honores no había que hablarle; no toleraba ninguna otra dignidad que la de predi- car obedeciendo y morir predicando. Jamás se le oyó hablar de sus dotes, ni de su persona, a no ser para dar cuenta de sí a la dirección. Si se veía ago- biado de alabanzas, decía: <¡Oh, si el Señor hubie- se concedido a un malhechor los favores que a mí, a estas horas sería un gran santo, y yo soy todavía pecador». En Atri habían preparado una manifestación clamorosa a los misioneros, y sabiendo la maña de
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