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pa — 218— pieron levantarse de nuestro lecho de cieno para tomar blancas alas que los elevasen al santuario del Supremo bien. Por eso, sin dejar de ser pecadores de origen, llevaban en las ánforas de sus conciencias el perfu- me de las virtudes que ellos mismos podían percibir y consolarse con su presencia viviendo en una es- peranza regalada de fidelidad... Ellos también eran animales hijos de la materia bruta, sujetos a nutri- ción grosera como el último de los rumiantes, nece- sitados de sueño como los topos y viviendo del ex- terminio y de la matanza físicamente, como la hie- na y el tigre, y esa consideración de la parte ani- mal le servía para humillarse y llorar, diciendo to- dos los extremos imaginables contra si mismos, sin dejar por eso de vivir en una región de paz y de virtud por lo que tenían de espíritu y de aliento di- vino... Ellos tenían abiertos los oídos al coro de los ángeles, como nosotros al coro de las aves; tenían abismado el pensamiento en círculos luminosos de las esferas celestes mientras la carne militaba en la baja esfera de las penalidades; y como las mansas gaviotas cabalgan en las crestas espumosas de las ondas en medio de las tempestades de la mar, se- guras y confiadas, así las almas grandes viven ase- guradas en Dios en medio de las revoluciones de la carne y de las tempestades del tiempo. Una de esas almas serenas, luminosas, tranqui - las era Gaspar, que sin dejar de reconocer su ma- teria pecadora en cuanto hijo de Adán, tenía la vi-
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