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í ¡ MN ' MA e 1 hi — 216— fuerza humana... La fuerza centuplicada que nos procura el auxilio del poder divino. Las amarguras ineludibles en tal posición de vida se endulzaban como las aguas del mar cuando se evaporan en el inmenso cielo... Era el hombre que tenía siempre la mirada en lo alto... Las glo- rias mundanas mirábalas con desdén... Sólo aspi- raba por su «paraiso». Con el presentimiento de una muerte próxima, el fuego que abrasaba sus es- piritua!es entrañas, cobraba más firmeza y le hacía suspirar más hondamente por la patria de la gloria. Un testigo ocular refiere que el Siervo de Dios ora viajando, ora retirado en casa, repetía incesan- temente: «¡Oh Paraíiso!... Allí está la patria, allí es- tán elevados nuestros corazones, porque allí están también los verdaderos goces»... Y añade, que a tales palabras se le encendía el rostro reflejando una alegría extraordinaria... Pues si esto le ocurría continuamente y en medio de sus apóstolicos empeños, digasenos ¿qué le ocurriría ahora, casi habitualmente absorto en el pensamiento de la muerte y próximo a ver disuel- tas las ataduras humanas de la vida, para elevarse como un perfume que brota de rica y peregrina flor? Sin duda que el enemigo de las almas no aban- donaría su oficio de tentador, acuciándolo dura- mente hacia la desesperación, trayéndole a cuento las mil y una peripecias de su vida accidentada y pública.

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